miércoles, 30 de noviembre de 2016

Sistemas educativos de calidad y equitativos para luchar contra la pobreza y la exclusión social

En España, uno de cada tres niños/as vive por debajo del umbral de la pobreza y uno/a de cada 10, en pobreza severa. Según el Barómetro de la Infancia de Save the Children, nuestro país se sitúa (se sigue situando, porque ya llevamos varios años) en la segunda posición de la lista de países europeos con mayor tasa de menores viviendo en hogares bajo el umbral de la pobreza, con un 29,6% -más de 2.460.000- sólo por detrás de Rumanía. 

Las situaciones de pobreza y exclusión social causan una serie de trastornos tanto físicos como psicológicos y emocionales que,  padecidos en edades tempranas, pueden tener consecuencias muy negativas, no sólo en el presente, sino también en la futura vida adulta de los, hoy, menores de edad.

Consecuencias físicas tales como la malnutrición, la obesidad (se come menos carne, pescado y verduras), las enfermedades cardiovasculares, la hipertensión, la diabetes o la anemia, entre otras, y consecuencias psicológicas y emocionales como una baja autoestima, inseguridad, vergüenza, aislamiento, depresiones, trastornos de ansiedad, estrés o conflictividad, entre muchas más,  hacen que la educación, y la vida en todas sus facetas, de niños, niñas y jóvenes se desarrolle pobremente.

Y es que la pobreza y la exclusión social tienen consecuencias en el desarrollo educativo de los y las menores, ya que la pobreza obstaculiza el proceso de aprendizaje de los niños y niñas y condiciona su vida adulta: El desarrollo cognitivo es menor y aumenta el estrés ante las dificultades de seguir sus estudios, que deriva en muchos casos en fracaso escolar; los factores asociados a las carencias materiales de las familias (mala alimentación, mal vestido, imposibilidad de pagar materiales escolares, vergüenza de invitar amistades a casa, etc.) influyen de manera directa en los procesos de aprendizaje de los niños y niñas, dando lugar a situaciones de abandono, absentismo, bajo rendimiento escolar, tristeza, etc., y las consecuencias emocionales vistas anteriormente (baja autoestima, aislamiento, depresiones, conflictividad, etc.) inciden negativamente en la  capacidad de aprendizaje, todo ello generando lo que se ha dado en llamar pobreza educativa

La pobreza educativa hace referencia a la ausencia de posibilidades de aprendizaje y experimentación de los niños y niñas de todas las edades, así como a las limitaciones en el desarrollo de sus capacidades, habilidades, talentos y aspiraciones. Así, entre las posibles causas de esta pobreza educativa, encontramos las situaciones socio-económicas de los países, las situaciones socio-económicas de las familias, la pobreza, la exclusión, la discriminación, la marginalidad y una inversión educativa pública insuficiente, con sistemas educativos deficientes y mal planteados, teniendo como consecuencias el impacto negativo en el futuro laboral, familiar, económico y relacional de las hoy personas menores, así como la transmisión de la pobreza.

Evidentemente no todos los y las menores son igualmente vulnerables a estas situaciones, por lo que hay que poner especial atención en quienes sí lo son: menores en familias con niveles socio-económicos bajos; menores en familias víctimas de discriminación (por cualquier tipo: inmigrantes, población gitana, LGTB, discapacidad, etc.); menores en familias con violencia de género y violencia doméstica; quienes viven en familias desestructuradas y multiproblemáticas, quienes viven en entornos y familias con problemas de drogodependencias y quienes lo hacen en familias monoparentales o, particularmente, monomarentales, donde la única persona progenitora es una mujer sola, que suele tener menores ingresos y más dificultades sociales que un hombre solo.

Pero, ¿cómo prevenir y luchar contra la desigualdad, la pobreza y la exclusión social en general?

La infancia sufre especialmente los efectos del empobrecimiento, puesto que no sólo vive un presente de necesidad, sino que también está construyendo un futuro de precariedad. Y, como generalmente estas situaciones se dan en familias especialmente vulnerables, además de tomar una serie de medidas específicas para los y las menores,  es fundamental luchar contra la pobreza general que sufre nuestro país. Para ello son necesarias una serie de políticas públicas en general, y sociales en particular,  que nos lleven a ser un país con oportunidades laborales o de participación social, así como a una garantía de ingresos mínimos y al acceso a unos servicios públicos y de calidad para todas las personas, entre otras medidas.

En este sentido, y dentro de las políticas públicas a implementar, no cabe duda de que uno de los instrumentos más potentes para la prevención y la erradicación de la pobreza y de la exclusión social es la educación y la formación. Evidentemente, tal y como ya se ha mencionado, es necesario que un país genere oportunidades de trabajo para todas las personas, ya que sin estas oportunidades la educación/formación per se no permitiría obtener un puesto de trabajo donde y cuando se necesite, o haría, como hace actualmente en el caso español, que muchas personas jóvenes y muy bien preparadas tuvieran que buscar trabajo fuera de su país. Pero en términos generales, podemos decir que a mayor educación/formación  menor riesgo de caer en situaciones de pobreza o de exclusión social,  ya que se supone que la persona está mejor preparada para acceder a un puesto de trabajo dignamente remunerado.
Por otra parte,  los niños,  niñas y jóvenes de hoy, además de tener sus necesidades presentes, a las que tenemos que dar respuesta, serán las personas adultas del mañana y las que tomarán las decisiones económicas y políticas de los sistemas socioeconómicos venideros. Nuestra obligación presente es la de educar ciudadanos y ciudadanas con valores que fomenten la justicia, la cooperación, la solidaridad y el bien común, con el fin de que colaboren en la construcción de una sociedad justa, equitativa, inclusiva y cohesionada.
Un instrumento fundamental para luchar contra la pobreza y la exclusión social, así como contra la pobreza educativa, es la implementación de una educación equitativa, o equidad educativa, en el sistema educativo, que compense las situaciones de desigualdad que afectan al alumnado. Por ello, entre otras medidas, es necesario contemplar como mínimo algunas como la escolarización temprana, los tiempos escolares no lectivo en primaria., los servicios de comedor, la calidad de las infraestructuras en los centros, la conectividad en las aulas, la cultura en tiempo no escolar, el deporte y ocio en tiempo no escolar, la prevención del abandono escolar temprano, así como contar con personal especializado en detección y tratamiento de menores con especiales dificultades debidas a su entorno familiar, socioeconómico o con otro tipo de problemáticas, especialmente en el contexto de colectivos marginados y excluidos.

Porque los niños, niñas y jóvenes de hoy son las personas adultas del mañana. Pero sobre todo, porque tienen hoy un presente que hay que cuidar y disfrutar todo lo posible.


Gente a la que se mata por por indiferencia, por inseguridad, por maldad o por simple estupidez - "Cuento"

En el corredor que llevaba al pabellón B del grisáceo edificio penitenciario, resonaban las pisadas frías y pesadas. La tenue luz de las lámparas amarillentas apenas dejaba entrever la desolación y la angustia que impregnaban aquellos muros, y, mientras seguía estrechamente al funcionario de prisiones que me guiaba, varios centenares de escrutadores ojos penetraban bajo mi erizada piel. Iba a ver a Miguel a quien, por aquel entonces, yo aún no conocía. 

La estancia era pequeña y, aunque se veía limpia, no estaba muy bien ventilada. Junto al catre de apariencia incómodo, se situaban una silla y una mesita desvencijadas por el paso de los años. En el cercano extremo de la habitación, otra silla estaba ocupada por un hombre de aspecto cansado: era Miguel. 

Miguel, de 1,80 metros de estatura, flaco y de mirada penetrante y tristemente acerada, se levantó de la silla para tenderme la mano. Parecía aún un niño, pero hacía tiempo que había perdido su candidez. A sus veinticinco años recién cumplidos, Miguel ya había asaltado cincuenta establecimientos, robado cinco automóviles y apuñalado a dos jóvenes de su edad en una reyerta callejera. No sabía, no podía recordar, dónde, cuándo ni por qué había iniciado la espiral que descendía hacia los infiernos. Sólo podía reconocer, vagamente, lo poco que podía hacer ya por el presente y el futuro que se le habían escapado de las manos. 

De nuevo sentado, con la rizada y morena cabeza entre las manos, miraba hacia el suelo tratando de hacer memoria. Y allí, en el cuartucho interior de una prisión de provincias cualquiera, sentí cómo se me encogía el corazón y cómo las lágrimas de dolor e indignación se me quedaban estancadas en la garganta. 


II 
Miguel, conocido como “Bonete” en el barrio en el que vivía, era un niño gordezuelo, tímido y bonachón. Apenas tenía amigos, y su hermano, tres años mayor que él, lo arrastraba a menudo fuera de la casa para que no se quedara jugando solo en el inmueble urbano que habitaban.

A Miguel no le gustaba nada esta práctica, casi diaria, de ser empujado hacia la plaza en la que su hermano se reunía con su pandilla de amigos para hablar de chicas y fútbol y fumar cigarrillos rubios. Él prefería estar en casa, pegado a las faldas de mamá, comiendo caramelos y bombones traídos del hipermercado situado en la zona norte de la ciudad, en el barrio de amplias avenidas arboladas, grandes y lujosos automóviles y gente, al parecer, feliz. 

El barrio del sur en el que vivían Miguel y su hermano era un barrio de casas cuadradas, de desconchadas fachadas y farolas que iluminaban la noche con frialdad. La tierra del campo municipal de fútbol dejaba entrever alguna que otra brizna de hierba reseca en donde, en otros tiempos mejores, se había extendido una mullida y verde alfombra de juego. Faltaba una portería que era sustituida por pilas de jerseys arrugados y mochilas escolares durante el tiempo de los partidos. El olor a fritanga rancia y a comida impregnaba las fachadas, y entre bloque y bloque de adocenados pisos, raquítica y silenciosa, aparecía la sombra de algún olmo solitario. 

Un día gris y frío de principios del invierno, paseando cabizbajo por la plaza desierta de la iglesia y sin más compañía que sus pensamientos, Miguel oyó una cálida voz que provenía del otro lado de la plazoleta: 

-¡Hey!, ¡tú!... el del chaquetón de pana verde, ¿me puedes ayudar? 

Sorprendido, giró la cabeza a ambos lados de la plazoleta sin ver a nadie. Al volver a oír la llamada, miró hacia lo alto y descubrió a un muchacho de su edad encaramado a un árbol con la intención de coger un gatito castaño y asustado. 

Miguel corrió hacia él y, con cuidado, le ayudó a bajar. 

-Gracias – le dijo el chico - ¿Cómo te llamas? 
-Mi...Mig...¡Miguel! ¿Y tú? 
-Mi nombre es Tomás, y acabo de llegar a la ciudad. ¿Quieres jugar a las canicas conmigo? 

Jugando y charlando, a los dos chiquillos se les pasó la tarde y, sin que apenas se dieran cuenta, la noche vistió la plaza con su dulce oscuridad. Se había hecho tarde, demasiado tarde: sus padres estarían preocupados, y la paliza, al llegar a casa, sería soberana. Pero a Miguel no le importaba: ya no estaba solo, ahora tenía un amigo. 

En su cama calentita, arropado por su madre, soñó la felicidad de tener un amigo con quien jugar, un amigo con quien hablar, con quien vivir aventuras peligrosas, rescatando a las princesas de sus malvados dragones. Soñó islas de Libertad, cielos de Bravura, fuegos de Eternidad. Soñó y, soñando, vivió la vida entera acompañado de ese amigo tan anhelado que, por fin, había encontrado. 

Pasaron los días, las semanas y los meses, y la amistad de los dos niños siguió creciendo fuerte y sólida. Miguel desayunaba atragantándose para ir corriendo al colegio y reencontrarse con su amigo, su único amigo. En clase no hacía demasiado caso al profesor, pues vagaba entre nubes de juegos a compartir, bicicletas a montar, peces a pescar. Sueños a soñar con Tomás. En el recreo no se separaba de su único amigo. Por la tarde, al salir de la escuela, su único amigo lo esperaba en la puerta para salir disparados hacia la casa de uno u otro donde merendaban el bocadillo de chorizo, foie-gras o jamón que sus madres preparaban a días alternos, además de las onzas de chocolate que solían birlar cuando no tocaba. Y entre bromas y risas, con la cara manchada de churretones de chocolate derretido, bajaban a la plaza en la que, persiguiendo lagartijas y contándose secretos, eran visitados por la noche que los mandaba a casa con la pena de la separación. 

Siguieron pasando los días, las semanas y los meses. Y al final del curso, le sucedió el verano lleno de aventuras y de juegos; de risa y canto. Miguel nunca había sido tan feliz.

Dos meses después de iniciado el nuevo curso, Miguel, que seguía siendo amigo de su único amigo, se encontró en una soleada mañana de noviembre con una noticia desoladora: Tomás tenía que marcharse a otra ciudad. 

El padre de Tomás trabajaba en una multinacional e iba a ser trasladado, a mediados de diciembre, a una ciudad del norte del país. Su amigo, su mejor amigo, su único amigo, le estaba diciendo que se iba, que lo dejaba, que lo abandonaba. Y él no quería oír, no quería ver, no quería... 

Pasaron los días, las semanas y los meses, y Miguel, taciturno y solitario, no quería estar con nadie, no quería ver a nadie, no quería salir de casa. La madre, que estaba siempre triste y preocupada, no sabía qué hacer para pintar una sonrisa en la cara de su hijo. Y Pedro, el hermano mayor, seguía intentando arrastrarlo hacia la plaza con sus amigos para jugar al fútbol y animarle. Pero el niño estaba triste, el niño no quería jugar. 

Por la noche, arrebujado en su cama, se sentía desconsolado, solo y triste. Entre monstruos y brujas malas, asistía a clases interminables en las que sentía inmensas ganas de orinar. Salía del aula y giraba en el pasillo a la derecha. Y el pasillo se hacía interminable. Y al llegar al final del mismo tenía que girar a la izquierda, donde otro pasillo infinito lo aguardaba. Cuando, por fin, lograba acceder al servicio de caballeros y bajarse la cremallera del pantalón... una humedad caliente entre las piernas lo despertaba. 

Noche tras noche, tardaba en conciliar el sueño, sabiendo que lo inevitable sucedería. Madrugada tras madrugada, se despertaba empapado de orín y lágrimas. 

En el colegio, Miguel tampoco iba bien. Cada día más retraído, se apartaba de sus compañeros. No atendía en clase, no estudiaba en casa... Tenía seriamente preocupados tanto a sus padres como al profesor, que ya no sabían qué más podían hacer por él. 

Llegó junio, y Miguel suspendió todo menos gimnasia. Siempre silencioso, apareció en casa cabizbajo, con los ojos llorosos y los moquillos colgando. Entre hipidos y sollozos, entregó las notas a su madre, la cual, descorazonada, sólo pudo abrazar a su hijo. La situación les sobrepasaba. ¿Qué podían hacer? ¿Cómo podría Miguel recuperar el curso perdido? ¿Cómo, cuándo iba a superar la separación de Tomás, su amigo, su único amigo? ¿Por qué no era capaz de hacer nuevos amigos? 

Como posible ayuda y respuesta a tantos interrogantes, decidieron mandar a Miguel a un internado muy reconocido por su éxito en la educación de chicos con diferentes tipos de dificultades. El esfuerzo económico era considerable, pero merecía la pena intentarlo, y lo intentarían. 

Así las cosas, a mediados de septiembre, Miguel ingresó en su nuevo colegio. 


 III 

Era una tarde de otoño aún templada. Por el vasto patio del colegio, montones de hojas amarillas jugaban a perseguirse sin parar. El aire remolón de la tarde olía a sudor de días de gimnasia, a risas infantiles y a bocadillos de chocolate a la hora del recreo. Y allí, de la mano de su padre, en una esquina sombría, se encontraba Miguel abatido y tembloroso. 

¿Qué sería de él? ¿Cómo lo pasaría tan lejos de su casa, tan lejos de su madre? Si al menos estuviera Tomás con él... ¿Lo aceptarían los compañeros? ¿Cómo serían los profesores? ¿Se haría pis en la cama? Esta última pregunta le producía un dolor agudo en la boca del estómago. ¡Qué humillación! No lo podría soportar. 

El niño solitario y angustiado, el niño que sólo tenía un único amigo en el mundo, se sintió más y más pequeño, más y más desamparado, cuando su padre, dándole un empujón cariñoso, le hizo entrar y se marchó. 

“Ha llegado el nuevo” – gritaba uno – “¡El novato ya está aquí!” – gritaba un segundo –“¡Vaya pinta!” – se oía más allá- “¡Qué gordo!” ... Todo esto retumbaba en la cabecita de Miguel que giraba y giraba cada vez más deprisa, mientras los ojos se le empañaban de lágrimas, y un sudor frío bañaba su espalda. Estaba solo, se sentía abandonado.

La primera noche de Miguel en el internado fue una verdadera pesadilla. Después de cenar solo, en una mesita apartada del fondo del comedor, mirando a sus compañeros con disimulo, se dirigió al tercer piso donde estaban las habitaciones. La suya era una habitación larga y estrecha. A cada lado, dos hileras de sencillas camas estaban separadas por un angosto pasillo de hule desgastado por los años. Las colchas a cuadros verdes y amarillos tenían remendados los agujeros de tantos años de destierro, y sobre cada cama, limpias y pulcramente ordenadas, estaban las sábanas y mantas correspondientes. 

Mientras Miguel, vacilante y tembloroso, cruzaba la habitación para llegar a su cama, se oían risitas y cuchicheos. “El novato... ¡Vaya pinta!... ¡Qué “careto”!” 

Sólo un grupito, liderado por un gallo de pelea, le dirigió abiertamente la palabra “¡Eh, tú! ¡bola de sebo! ¿No tienes pinta de nena?” Y el cabecilla, propinándole un fuerte empujón, lo tiró al suelo con mirada triunfante. 

Desde hacía unos cuantos años, el pegar a cuanto novato se atreviera a cruzar las lindes del colegio se había convertido en costumbre de un grupito de alumnos del internado. No fue a Miguel por ser Miguel, como tampoco fue a Luis por ser Luis ni a Pepe por ser Pepe. Tan sólo eran el gallito de pelea y sus gallinas de corral los responsables de la tradición.

Así, tras haber sido saludado por la banda de matones, aquella noche Miguel fue a refugiarse en las sábanas de su cama, no tan calentita como la que añoraba. Tenía miedo. ¡Mucho miedo! ¿Qué pasaría si se hacía pis en la cama? ¡Cómo se reirían de él! ¡le pegarían y se reirían de él! ¡No lo podría soportar! 

Miguel trató de no dormirse. Luchó y luchó desesperadamente por mantener los ojos abiertos, por no dejar que el cansancio, la soledad y la tristeza le vencieran. Luchó, luchó, lu...chó... Ya era tarde cuando sus ojos se abrieron asustados tras sentir la humedad caliente entre las piernas, y un nudo de angustia y desesperación le atenazó dolorosamente la garganta. 

Risas, risas, risas. Burlas, insultos y risas. ¡Gallina! ¡Imbécil! ¡Se ha “meao”!... ¡Cómo huele! ¡Qué guarro! ¡Idiota! ¡Vaya nene...! Vueltas y vueltas en su cabeza de ideas espantosas, de ganas de huir, de miedo, de odio, de ira... ¡De impotencia! 

Transcurrió el día tratando de no llamar la atención. Pero a cada paso que daba por el pasillo, por el patio, el aula o el comedor, oía cuchicheos y risitas. 

Dos días más tarde, un niño de su edad se le acercó. Quería ser su amigo. Un amigo simpático, un buen amigo. Invitándole a un caramelo, se lo llevó a dar un paseo por los alrededores del colegio. Miguel no cabía, de gozo, en sí. Pero, ante su sorpresa, el gallito y sus secuaces aparecieron repentinamente y, haciendo un gesto de despedida al que había considerado su nuevo amigo, su único nuevo amigo, le dieron una paliza que no olvidará mientras viva. 

Con lágrimas de dolor, con lágrimas de angustia y de rencor, lágrimas saladas, infinitas como el mar, lágrimas rojas, nasales y turbias, Miguel fue a refugiarse en la fría cama de la habitación compartida que, otra noche más, sería testigo de su dolor y de su tibia humedad.

Pasaron los días, las semanas y los meses. Pasaron las noches húmedas y los días de palizas e insultos sin fin. Y pasando de esta manera, pasó el curso y llegó el verano. ¡Por fin las vacaciones! ¡Por fin iría a su casa, y ya no volvería jamás, jamás, jamás! 

Pero que equivocado estaba Miguel. Al verano solitario, pegado a las faldas de su madre y comiendo bombones y caramelos traídos del hipermercado del norte de la ciudad, sucedió el otoño. Y Miguel, pese a las súplicas desgarradas y al llanto angustiado, tuvo que regresar al internado en el que debería convertirse en un hombre, aprender a compartir y hacer amigos. 

Mas lo único que seguía haciéndose Miguel, era pis por las noches en la cama. Seguía siendo solitario e introvertido. Seguía recibiendo palizas, aunque, al no ser ya el novato más novato, éstas eran mucho más espaciadas. Aun así, no podía resistir tanta angustia, tanta soledad, tanto desprecio. ¿Cómo podría acercarse a los demás? ¿Cuál era la mejor manera de ser aceptado? ¿Cómo hacer que no le pegaran ni una sola vez? ¿Cómo sentirse protegido? 

Las respuestas a sus preguntas vinieron de la mano de un padre, una mañana de finales de septiembre. Por el portalón de entrada al colegio entraba un niño chiquito, asustado y un poco pálido. Su carita pecosa parecía triste, con sendas lunas negras mirando inquietas al infinito.

Miguel salió disparado en busca del gallito de pelea y su séquito de gallinas. “Un novaaaaato, ¡Un novato! ¿Os lo traigo? ¿Me hago amigo de él y os lo traigo? ¿Queréis que os lo traiga?” repetía insistentemente. (“¿Me aceptaréis así como uno más de la banda? ¿Dejaré así de recibir palizas?”). 

Ese mismo día, Miguel, sonriendo, se acercó a Luis. Este, agradecido por tener un amigo desde el primer día, le invitó a compartir el chocolate y las galletas que su madre le había metido en la mochila con los libros. En clase se sentaron juntos. Luis era divertido y amable, y sus ojos y carita se iluminaban cuando Miguel se le acercaba. 

Un amigo... Un único amigo. “¿Iba a ser capaz de venderlo? Pero... ¿y si se marchaba? ¿Y si volvía a estar solo? Sería mejor ser ave de corral.” 

Miguel dudó y dudó. Pero, difícil de aguantar la imaginada nueva soledad, llevó a su amigo, a su único nuevo amigo, hacia el patio trasero del internado, abrió la portezuela del cuarto de herramientas del jardinero y, de un fuerte empujón, le hizo entrar. 

 Se oyó un golpe seco. Golpes en la cara, patadas en el cuerpo. “¡Marica!”- gritaba uno - “¡Idiota!” - gritaba otro. Sangre... golpes y más sangre... A Miguel le daba vueltas la cabeza. Sentía nauseas, se sentía mísero, cobarde y traidor. Sentía angustia por su nuevo amigo, sentía lástima de sí mismo, sentía miedo. Pero, en la semioscuridad de aquel cuarto de herramientas, golpeó a Luis con saña como si, de esta manera, descargara puñetazos sobre sus propios fantasmas, sobre sus miedos infinitos; como si así pudiera acabar con su cobardía, con su soledad. Y se sintió uno más del grupo de matones, del grupo de gallinas de corral. De ese grupo al que tanto había temido y odiado, y que, ahora, lo admitía bajo el ala protectora de la crueldad.

 IV 
Ya no estaba solo. Ya no tenía un único amigo. Ya no era el novato. Ya no sentía las miradas burlonas ni los insultos ni las patadas. Ahora, que había demostrado su dureza y valentía, tenía muchos amigos. Ahora era uno más de la bandada de aves carroñeras ávidas de sudor ajeno, de llanto y de miedo. Era uno más, uno más entre sus muchos amigos. 

 V 
Pasaron los días, las semanas, los meses y los años. Y entre zurras en el internado y peleas callejeras, Miguel fue convirtiéndose en el nuevo gallo de pelea del corral. Y abandonó el internado; y abandonó los estudios. Y abandonada la familia, asaltó cincuenta establecimientos, robó cinco automóviles y apuñaló a dos jóvenes de su edad en una reyerta callejera. 

Hoy Miguel está en la cárcel. A sus veinticinco años ya no es gordezuelo, ya no le llaman “Bonete”. Ya no es un niño tímido. Es un adulto de mirada penetrante y tristemente acerada. Y más solo y desamparado que nunca, trata de recordar dónde, cuándo y por qué inició la espiral que descendía hacia los infiernos. 

VI 

Después de narrarme el episodio de su vida, Miguel se quedó mirando fijamente algún punto invisible en el vacío. Entre los dos se estableció un denso y pesado silencio durante el que casi no me atreví a mirarlo. Me levanté de la silla y, tendiéndole la mano en señal de despedida, salí de la estancia sin mirar atrás.

 VII 
De regreso por el corredor que me alejaba del pabellón B del grisáceo edificio penitenciario, apenas oía las pisadas frías y pesadas que resonaban sobre el suelo embaldosado. En mi cabeza retumbaban ecos de diversas teorías filosóficas sobre la naturaleza del ser humano: “El ser humano es bueno por naturaleza, pero aprende a ser malo...”; “El ser humano es malo por naturaleza, pero la educación lo somete...”; “La crueldad sólo merece su nombre cuando la persona que la manifiesta es consciente del daño que está causando...”. Me vino a la mente una cita de Pérez Reverte “...hay que ver, y qué perra es la vida. Uno la vive, y camina mientras lo hace, y nunca sabe con exactitud cuántos cadáveres va dejando atrás en el camino. Gente a la que matas por descuido, por indiferencia, por estupidez. Por simple ignorancia.” Y seguí pensando en lo fácil que nos resulta a todos juzgar y dictar sentencia; en lo fácil que es decir: “¿Ese? ¡Drogadicto!; ¿Ese? ¡Ladrón!; ¿Aquel? ¡Borracho!; ¿Y aquella? Bueno...esa es una zorra...

El torbellino de ideas iba y venía desde todos los rincones de mi cabeza. ¿El ser humano nace o se hace? ¿Qué motivos hay para la crueldad? ¿Qué habría sido de Miguel si le hubieran enseñado a afrontar sus miedos, sus inseguridades, su angustia? ¿Si le hubieran enseñado a quererse y a valorarse? Probablemente no habría llevado a Luis al cuarto de herramientas del jardinero en el internado. Probablemente no habría asaltado cincuenta establecimientos ni robado cinco automóviles ni apuñalado a dos jóvenes de su edad en una reyerta callejera. Probablemente no estaría en prisión. Probablemente sería feliz o intentaría serlo... 

Franqueé el portalón de entrada de aquella prisión de provincias cualquiera, y una bocanada de aire fresco vino a rescatarme de mis pensamientos. Atravesando el aparcamiento, llegué al coche, entré en él y, arrancando el motor apresuradamente, abandoné aquel presidio con una firme intención: escribir este “cuento”.


viernes, 25 de noviembre de 2016

Tiempo de Letargo

¿Cómo sería el tiempo del letargo? Mañana, tarde, noche, en un sinfín de días chirriantes de puro oxidados, de pura vejez prematura, de tiempos desasosegados. ¿Qué sería del ser aletargado? Perezoso, hastiado, quejumbroso, inmerso en un pantanoso baño de atardeceres perdidos, de amaneceres adormentados, de mediodías aniquilados. ¿Qué sería de ti? ¿Qué sería de mi? Si no hubiera primaveras ni inviernos; si siempre fuera otoño o verano; si nunca soplara el viento de la risa o jamás llegara de la lluvia el llanto... ¿Qué sería de nosotros? Estaríamos muertos.

Se llama Rose

Se llama Rose, y dicen que está loca. Con cuatro pelos en la barba y manos rudas de campesina sin arreglar,  jueves por la tarde y sábados por la mañana se acerca a una de las tiendas más caras del centro de la ciudad. Se prueba un vestido tras otro, un traje y después otro más. Se mira, se remira, se da la vuelta y se la vuelve a dar. Pone cara de entendida, y en sus pupilas brilla un punto de orgullosa coquetería mezclada con la incertidumbre de lo que pueda llegar a pagar. Con el traje de chaqueta negro y la blusa de blondas blanca estaría preciosa y elegante para la boda de su sobrina. Pero duda, y se vuelve a mirar… “guárdamelo por una hora, por favor” le dice a la dependienta… Y se va.

Se llama Rose y dicen que está loca. Está loca porque siempre va, siempre se lo prueba todo y nunca compra nada. “Es una pérdida de tiempo”, le dicen a la nueva dependienta, “no le hagas caso, está loca”.

Rose, la loca, vuelve el sábado con un perdona-por-no-haber-vuelto-el-jueves en los labios y tristeza en la mirada. “El traje es oscuro para la boda, quiero probar alguno más. Algo brillante, algo llamativo”. Nuevamente, se prueba un vestido tras otro, un traje y después otro más. Se mira, se remira, se da la vuelta, y se la vuelve a dar. Sigue poniendo cara de entendida, y en sus ojos, la misma mezcla de orgullo e incertidumbre vuelve a brillar. “No estoy segura…”

Revolviendo ropa por la tienda, se acerca al pequeño rincón de lo que queda de las rebajas de invierno. Ve una camiseta de colores llamativos y se queda pensativa. Le dice a la nueva dependienta que es una camiseta preciosa, y que el jueves, con más tiempo, volverá.

Se llama Rose y dicen que está loca. Y como cada jueves por la tarde, llega a la cara tienda del centro de la ciudad. Esta vez viene arreglada, con un toque de colorete en las mejillas y carmín rosa en los labios. Sigue buscando un traje para la boda de su sobrina. Duda entre el traje negro o algo más brillante, más llamativo.  Las dependientas se hacen las locas y le hacen un guiño a María, la nueve dependienta. Y Rose se lo vuelve a probar todo, se vuelve a mirar y a remirar, se vuelve a dar la vuelta y se la volverá a dar. Pero, esta vez, en su cara de entendida brilla una mirada diferente, mezcla de satisfacción por lo que refleja el espejo y alegría porque sabe que saldrá de la tienda con una preciosa camiseta de colores envuelta en el papel celofán de la tienda cara del centro de la ciudad. 

10 Ideas para hombres que quieran erradicar la violencia machista

La violencia contra las mujeres es el crimen encubierto más numeroso del mundo.

Según la Declaración de las Naciones Unidas sobre la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, 1979 (CEDAW), por violencia contra las mujeres se entiende “Todo acto de violencia basado en la pertenencia al sexo femenino que tenga, o pueda tener, como resultado un daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico para la mujer, así como las amenazas de tales actos, la coacción o la privación arbitraria de la libertad, tanto si se producen en la vida pública como en la vida privada”. Así, el asesinato sólo sería la punta del iceberg, la forma explícita y visible más llamativa y condenable por nuestra sociedad (condena que no sucede aún en todas las sociedades), pero no la única, ya que la violencia contra la mujer es de amplia expresión, yendo desde las formas más sutiles e invisibles como el humor, el lenguaje o la publicidad sexista, hasta las más explicitas y visibles como los gritos, los insultos, el abuso sexual, las agresiones físicas y el asesinato, pasando por otras formas como la humillación, la desvalorización, el desprecio, el chantaje emocional o la culpabilización, por poner algunos ejemplos. Y es que la violencia contra las mujeres constituye una manifestación de las relaciones de poder históricamente desiguales entre hombres y mujeres, relaciones que han conducido a la dominación y a la discriminación de las mismas, impidiendo el disfrute de una igualdad efectiva en todos los ámbitos. La violencia contra las mujeres es, por tanto, el mecanismo social fundamental por el que se fuerza a las mujeres a situaciones de subordinación respecto a los hombres.

Aunque la violencia y los malos tratos han formado parte de la vida cotidiana de las mujeres a lo largo de la historia, ésta ha sido una violencia  normalizada y naturalizada, considerada como un  asunto privado, y por tanto no mencionado ni por las propias víctimas,  lo que la hacía invisible, y la mantenía silenciada y oculta. Ha sido gracias a la lucha tanto del movimiento feminista – mujeres y hombres que luchan por la igualdad - como de muchas de las mujeres maltratadas que durante años y en situaciones adversas se han atrevido a dar la cara y a denunciar estos hechos, que esta violencia es cada vez más visible, más denunciada y, esperemos que no tardando demasiado, algún día completamente erradicada.

Pero, ¿Qué podemos hacer en este sentido? Hasta ahora se ha trabajado principalmente con las mujeres con el fin de que se hagan conscientes de su situación y de que la denuncien. Y si bien es verdad que esto es cada vez más corriente,  lo cierto es que no es suficiente. Mientras  los hombres no se impliquen en mayor medida por la igualdad entre hombres y mujeres, tratando a éstas con respeto, dignidad y de forma igualitaria, no acabaremos con esta lacra que en lo que va de año, y en pleno siglo XXI,  se ha llevado por delante la vida de 45 mujeres (más de 900 desde que se contabilizan en España), y deja a millones de ellas con graves daños tanto físicos como psicológicos. Un problema social de primer orden que, desgraciadamente, no parece  tener fin.

Para revertir esta situación, trabajando por una sociedad  más igualitaria, cero agresiva con las mujeres y, en definitiva, más justa y más libre, además de una cada vez mayor concienciación social, de una protección jurídica más amplia y de disponer de medios técnicos sofisticados para apoyar a las mujeres que sufren la violencia más explícita y visible, es necesaria la implicación de los hombres.  Por ello, en los próximos diez puntos, se muestran  diez posibles modos de comportamiento masculino que ayudarían en gran medida a erradicar la violencia machista. Vamos a ellos:

1. No justificar, amparar o tapar la violencia machista que puedan observar en su entorno; ni en el más cercano.  Se suele hacer la vista gorda cuando estos comportamientos agresivos suceden en círculos cercanos familiares, de amistad e, incluso, de simple vecindad. Es imprescindible denunciar o llamar la atención a la persona que ocasiona la violencia para evitar la sensación de impunidad o de respaldo social.

2. Evitar el humor sexista (que afecta a ambos sexos, y que en el caso de las mujeres,las desvaloriza, cosifica y degrada). Cuando se cuentan “chistes misóginos” en realidad se busca atacar y denigrar a las mujeres a través de la burla y la mofa. Normalmente, esta clase de “chistes” hace referencia a la falta de inteligencia de las mujeres (siempre tratándolas de tontas o ignorantes), refuerzan estereotipos y prejuicios que fomentan y desencadenan actitudes discriminatorias, como por ejemplo los referentes a las tareas que las mujeres deben realizar en el hogar, o bien, se refieren a las ideas que la sociedad patriarcal mantiene sobre las mujeres, como que son charlatanas, derrochadoras, chismosas, celosas y un largo etcétera. Algunos de ellos llevan un mensaje que justifica incluso el maltrato físico en contra de las mujeres, pues expresan que pueden ser golpeadas para ser “domesticadas” por los hombres.  El denigrar, tanto a mujeres como a hombres, no es humor. Una agresión no siempre deja marcas visibles, pero aún así sigue siendo violencia.

3. No cosificar ni denigrar el cuerpo de las mujeres, bien sea a través de la prostitución, la pornografía, la publicidad sexista o la exigencia de una estética imposible en un cuerpo sano y natural. El uso del cuerpo de las mujeres es una institución de desigualdad que convierte a las mismas en objetos de consumo, refuerza su dominación y, por ende, genera la violencia de género que queremos combatir.

4. Expresar sentimientos que desde siempre se han visto como exclusivos de las mujeres y que los hombres se ocultan incluso a sí mismos. La expresión de sentimientos como la afectividad, la sensibilidad o el mismísimo miedo, sería de enorme ayuda para gestionar la ira y la rabia que provoca la frustración, y que algunos hombres canalizan y descargan de forma violenta en las mujeres.  Este nuevo comportamiento no hace parecer a los hombres indefensos, débiles o pusilánimes, sino simplemente más humanos.

5. Aprender a aceptarse a sí mismos y a las mujeres tal y como son. Desarrollar una sana autoestima es el mejor antídoto contra la agresividad y la violencia. Quien se quiere y respeta a sí mismo, respeta a las demás personas.

6.  No confundir posesión con amor. Las mujeres no son de la posesión de los hombres, sino seres independientes y libres con las que compartir una vida, o una parte de la misma,  por opción personal y no por obligación.

7. Comprender que una sociedad igualitaria es beneficiosa tanto para las mujeres como para los hombres, pues perder privilegios para ganar en igualdad supone la liberación de los efectos dañinos que una sociedad sexista, basada en la diferenciación rígida de roles, provoca en ellos (entre otros efectos, menor esperanza de vida, más propensos a sufrir accidentes de tráfico, caer en drogodependencias y otras conductas dañinas como peleas, muertes violentas, etc. En definitiva, morir de “masculinidad”). 

8. Escuchar lo que las mujeres dicen. Los hombres, tradicionalmente, sobre todo en el ámbito público,  dominan las conversaciones: hablan más, interrumpen a las mujeres y no escuchan (en general porque piensan que lo que tienen que decir las mujeres no es lo suficientemente importante o inteligente). Escuchar a las mujeres (incluso en un sentido más amplio, leyendo literatura feminista, escrita en su mayor parte por mujeres, pero también por algunos hombres, y acudiendo a jornadas, conferencias y talleres donde profundizar), ayudará a los hombres tanto a comprender a las mujeres como las situaciones de desigualdad.

9. Responder y sumarse a las iniciativas y campañas políticas feministas, buscando la igualdad entre hombres y mujeres.

10.Desafiar el sexismo de otros hombres. No dejar pasar los comentarios sexistas de otros hombres sin comentarlos. Probar a decir "Eso me parece ofensivo", "Lo que dijiste me ofende pues denigra a las mujeres", etc. Hacerlo puede ser atemorizante, pero vale la pena concienciar a otros hombres. En este sentido, lee lo que opina El Hombre Palet, seguro que no te deja indiferente.

En nuestras manos está, hombres y mujeres, luchar por una sociedad más justa e igualitaria ¿Te animas? ¡Atrévete!