miércoles, 30 de noviembre de 2016

Gente a la que se mata por por indiferencia, por inseguridad, por maldad o por simple estupidez - "Cuento"

En el corredor que llevaba al pabellón B del grisáceo edificio penitenciario, resonaban las pisadas frías y pesadas. La tenue luz de las lámparas amarillentas apenas dejaba entrever la desolación y la angustia que impregnaban aquellos muros, y, mientras seguía estrechamente al funcionario de prisiones que me guiaba, varios centenares de escrutadores ojos penetraban bajo mi erizada piel. Iba a ver a Miguel a quien, por aquel entonces, yo aún no conocía. 

La estancia era pequeña y, aunque se veía limpia, no estaba muy bien ventilada. Junto al catre de apariencia incómodo, se situaban una silla y una mesita desvencijadas por el paso de los años. En el cercano extremo de la habitación, otra silla estaba ocupada por un hombre de aspecto cansado: era Miguel. 

Miguel, de 1,80 metros de estatura, flaco y de mirada penetrante y tristemente acerada, se levantó de la silla para tenderme la mano. Parecía aún un niño, pero hacía tiempo que había perdido su candidez. A sus veinticinco años recién cumplidos, Miguel ya había asaltado cincuenta establecimientos, robado cinco automóviles y apuñalado a dos jóvenes de su edad en una reyerta callejera. No sabía, no podía recordar, dónde, cuándo ni por qué había iniciado la espiral que descendía hacia los infiernos. Sólo podía reconocer, vagamente, lo poco que podía hacer ya por el presente y el futuro que se le habían escapado de las manos. 

De nuevo sentado, con la rizada y morena cabeza entre las manos, miraba hacia el suelo tratando de hacer memoria. Y allí, en el cuartucho interior de una prisión de provincias cualquiera, sentí cómo se me encogía el corazón y cómo las lágrimas de dolor e indignación se me quedaban estancadas en la garganta. 


II 
Miguel, conocido como “Bonete” en el barrio en el que vivía, era un niño gordezuelo, tímido y bonachón. Apenas tenía amigos, y su hermano, tres años mayor que él, lo arrastraba a menudo fuera de la casa para que no se quedara jugando solo en el inmueble urbano que habitaban.

A Miguel no le gustaba nada esta práctica, casi diaria, de ser empujado hacia la plaza en la que su hermano se reunía con su pandilla de amigos para hablar de chicas y fútbol y fumar cigarrillos rubios. Él prefería estar en casa, pegado a las faldas de mamá, comiendo caramelos y bombones traídos del hipermercado situado en la zona norte de la ciudad, en el barrio de amplias avenidas arboladas, grandes y lujosos automóviles y gente, al parecer, feliz. 

El barrio del sur en el que vivían Miguel y su hermano era un barrio de casas cuadradas, de desconchadas fachadas y farolas que iluminaban la noche con frialdad. La tierra del campo municipal de fútbol dejaba entrever alguna que otra brizna de hierba reseca en donde, en otros tiempos mejores, se había extendido una mullida y verde alfombra de juego. Faltaba una portería que era sustituida por pilas de jerseys arrugados y mochilas escolares durante el tiempo de los partidos. El olor a fritanga rancia y a comida impregnaba las fachadas, y entre bloque y bloque de adocenados pisos, raquítica y silenciosa, aparecía la sombra de algún olmo solitario. 

Un día gris y frío de principios del invierno, paseando cabizbajo por la plaza desierta de la iglesia y sin más compañía que sus pensamientos, Miguel oyó una cálida voz que provenía del otro lado de la plazoleta: 

-¡Hey!, ¡tú!... el del chaquetón de pana verde, ¿me puedes ayudar? 

Sorprendido, giró la cabeza a ambos lados de la plazoleta sin ver a nadie. Al volver a oír la llamada, miró hacia lo alto y descubrió a un muchacho de su edad encaramado a un árbol con la intención de coger un gatito castaño y asustado. 

Miguel corrió hacia él y, con cuidado, le ayudó a bajar. 

-Gracias – le dijo el chico - ¿Cómo te llamas? 
-Mi...Mig...¡Miguel! ¿Y tú? 
-Mi nombre es Tomás, y acabo de llegar a la ciudad. ¿Quieres jugar a las canicas conmigo? 

Jugando y charlando, a los dos chiquillos se les pasó la tarde y, sin que apenas se dieran cuenta, la noche vistió la plaza con su dulce oscuridad. Se había hecho tarde, demasiado tarde: sus padres estarían preocupados, y la paliza, al llegar a casa, sería soberana. Pero a Miguel no le importaba: ya no estaba solo, ahora tenía un amigo. 

En su cama calentita, arropado por su madre, soñó la felicidad de tener un amigo con quien jugar, un amigo con quien hablar, con quien vivir aventuras peligrosas, rescatando a las princesas de sus malvados dragones. Soñó islas de Libertad, cielos de Bravura, fuegos de Eternidad. Soñó y, soñando, vivió la vida entera acompañado de ese amigo tan anhelado que, por fin, había encontrado. 

Pasaron los días, las semanas y los meses, y la amistad de los dos niños siguió creciendo fuerte y sólida. Miguel desayunaba atragantándose para ir corriendo al colegio y reencontrarse con su amigo, su único amigo. En clase no hacía demasiado caso al profesor, pues vagaba entre nubes de juegos a compartir, bicicletas a montar, peces a pescar. Sueños a soñar con Tomás. En el recreo no se separaba de su único amigo. Por la tarde, al salir de la escuela, su único amigo lo esperaba en la puerta para salir disparados hacia la casa de uno u otro donde merendaban el bocadillo de chorizo, foie-gras o jamón que sus madres preparaban a días alternos, además de las onzas de chocolate que solían birlar cuando no tocaba. Y entre bromas y risas, con la cara manchada de churretones de chocolate derretido, bajaban a la plaza en la que, persiguiendo lagartijas y contándose secretos, eran visitados por la noche que los mandaba a casa con la pena de la separación. 

Siguieron pasando los días, las semanas y los meses. Y al final del curso, le sucedió el verano lleno de aventuras y de juegos; de risa y canto. Miguel nunca había sido tan feliz.

Dos meses después de iniciado el nuevo curso, Miguel, que seguía siendo amigo de su único amigo, se encontró en una soleada mañana de noviembre con una noticia desoladora: Tomás tenía que marcharse a otra ciudad. 

El padre de Tomás trabajaba en una multinacional e iba a ser trasladado, a mediados de diciembre, a una ciudad del norte del país. Su amigo, su mejor amigo, su único amigo, le estaba diciendo que se iba, que lo dejaba, que lo abandonaba. Y él no quería oír, no quería ver, no quería... 

Pasaron los días, las semanas y los meses, y Miguel, taciturno y solitario, no quería estar con nadie, no quería ver a nadie, no quería salir de casa. La madre, que estaba siempre triste y preocupada, no sabía qué hacer para pintar una sonrisa en la cara de su hijo. Y Pedro, el hermano mayor, seguía intentando arrastrarlo hacia la plaza con sus amigos para jugar al fútbol y animarle. Pero el niño estaba triste, el niño no quería jugar. 

Por la noche, arrebujado en su cama, se sentía desconsolado, solo y triste. Entre monstruos y brujas malas, asistía a clases interminables en las que sentía inmensas ganas de orinar. Salía del aula y giraba en el pasillo a la derecha. Y el pasillo se hacía interminable. Y al llegar al final del mismo tenía que girar a la izquierda, donde otro pasillo infinito lo aguardaba. Cuando, por fin, lograba acceder al servicio de caballeros y bajarse la cremallera del pantalón... una humedad caliente entre las piernas lo despertaba. 

Noche tras noche, tardaba en conciliar el sueño, sabiendo que lo inevitable sucedería. Madrugada tras madrugada, se despertaba empapado de orín y lágrimas. 

En el colegio, Miguel tampoco iba bien. Cada día más retraído, se apartaba de sus compañeros. No atendía en clase, no estudiaba en casa... Tenía seriamente preocupados tanto a sus padres como al profesor, que ya no sabían qué más podían hacer por él. 

Llegó junio, y Miguel suspendió todo menos gimnasia. Siempre silencioso, apareció en casa cabizbajo, con los ojos llorosos y los moquillos colgando. Entre hipidos y sollozos, entregó las notas a su madre, la cual, descorazonada, sólo pudo abrazar a su hijo. La situación les sobrepasaba. ¿Qué podían hacer? ¿Cómo podría Miguel recuperar el curso perdido? ¿Cómo, cuándo iba a superar la separación de Tomás, su amigo, su único amigo? ¿Por qué no era capaz de hacer nuevos amigos? 

Como posible ayuda y respuesta a tantos interrogantes, decidieron mandar a Miguel a un internado muy reconocido por su éxito en la educación de chicos con diferentes tipos de dificultades. El esfuerzo económico era considerable, pero merecía la pena intentarlo, y lo intentarían. 

Así las cosas, a mediados de septiembre, Miguel ingresó en su nuevo colegio. 


 III 

Era una tarde de otoño aún templada. Por el vasto patio del colegio, montones de hojas amarillas jugaban a perseguirse sin parar. El aire remolón de la tarde olía a sudor de días de gimnasia, a risas infantiles y a bocadillos de chocolate a la hora del recreo. Y allí, de la mano de su padre, en una esquina sombría, se encontraba Miguel abatido y tembloroso. 

¿Qué sería de él? ¿Cómo lo pasaría tan lejos de su casa, tan lejos de su madre? Si al menos estuviera Tomás con él... ¿Lo aceptarían los compañeros? ¿Cómo serían los profesores? ¿Se haría pis en la cama? Esta última pregunta le producía un dolor agudo en la boca del estómago. ¡Qué humillación! No lo podría soportar. 

El niño solitario y angustiado, el niño que sólo tenía un único amigo en el mundo, se sintió más y más pequeño, más y más desamparado, cuando su padre, dándole un empujón cariñoso, le hizo entrar y se marchó. 

“Ha llegado el nuevo” – gritaba uno – “¡El novato ya está aquí!” – gritaba un segundo –“¡Vaya pinta!” – se oía más allá- “¡Qué gordo!” ... Todo esto retumbaba en la cabecita de Miguel que giraba y giraba cada vez más deprisa, mientras los ojos se le empañaban de lágrimas, y un sudor frío bañaba su espalda. Estaba solo, se sentía abandonado.

La primera noche de Miguel en el internado fue una verdadera pesadilla. Después de cenar solo, en una mesita apartada del fondo del comedor, mirando a sus compañeros con disimulo, se dirigió al tercer piso donde estaban las habitaciones. La suya era una habitación larga y estrecha. A cada lado, dos hileras de sencillas camas estaban separadas por un angosto pasillo de hule desgastado por los años. Las colchas a cuadros verdes y amarillos tenían remendados los agujeros de tantos años de destierro, y sobre cada cama, limpias y pulcramente ordenadas, estaban las sábanas y mantas correspondientes. 

Mientras Miguel, vacilante y tembloroso, cruzaba la habitación para llegar a su cama, se oían risitas y cuchicheos. “El novato... ¡Vaya pinta!... ¡Qué “careto”!” 

Sólo un grupito, liderado por un gallo de pelea, le dirigió abiertamente la palabra “¡Eh, tú! ¡bola de sebo! ¿No tienes pinta de nena?” Y el cabecilla, propinándole un fuerte empujón, lo tiró al suelo con mirada triunfante. 

Desde hacía unos cuantos años, el pegar a cuanto novato se atreviera a cruzar las lindes del colegio se había convertido en costumbre de un grupito de alumnos del internado. No fue a Miguel por ser Miguel, como tampoco fue a Luis por ser Luis ni a Pepe por ser Pepe. Tan sólo eran el gallito de pelea y sus gallinas de corral los responsables de la tradición.

Así, tras haber sido saludado por la banda de matones, aquella noche Miguel fue a refugiarse en las sábanas de su cama, no tan calentita como la que añoraba. Tenía miedo. ¡Mucho miedo! ¿Qué pasaría si se hacía pis en la cama? ¡Cómo se reirían de él! ¡le pegarían y se reirían de él! ¡No lo podría soportar! 

Miguel trató de no dormirse. Luchó y luchó desesperadamente por mantener los ojos abiertos, por no dejar que el cansancio, la soledad y la tristeza le vencieran. Luchó, luchó, lu...chó... Ya era tarde cuando sus ojos se abrieron asustados tras sentir la humedad caliente entre las piernas, y un nudo de angustia y desesperación le atenazó dolorosamente la garganta. 

Risas, risas, risas. Burlas, insultos y risas. ¡Gallina! ¡Imbécil! ¡Se ha “meao”!... ¡Cómo huele! ¡Qué guarro! ¡Idiota! ¡Vaya nene...! Vueltas y vueltas en su cabeza de ideas espantosas, de ganas de huir, de miedo, de odio, de ira... ¡De impotencia! 

Transcurrió el día tratando de no llamar la atención. Pero a cada paso que daba por el pasillo, por el patio, el aula o el comedor, oía cuchicheos y risitas. 

Dos días más tarde, un niño de su edad se le acercó. Quería ser su amigo. Un amigo simpático, un buen amigo. Invitándole a un caramelo, se lo llevó a dar un paseo por los alrededores del colegio. Miguel no cabía, de gozo, en sí. Pero, ante su sorpresa, el gallito y sus secuaces aparecieron repentinamente y, haciendo un gesto de despedida al que había considerado su nuevo amigo, su único nuevo amigo, le dieron una paliza que no olvidará mientras viva. 

Con lágrimas de dolor, con lágrimas de angustia y de rencor, lágrimas saladas, infinitas como el mar, lágrimas rojas, nasales y turbias, Miguel fue a refugiarse en la fría cama de la habitación compartida que, otra noche más, sería testigo de su dolor y de su tibia humedad.

Pasaron los días, las semanas y los meses. Pasaron las noches húmedas y los días de palizas e insultos sin fin. Y pasando de esta manera, pasó el curso y llegó el verano. ¡Por fin las vacaciones! ¡Por fin iría a su casa, y ya no volvería jamás, jamás, jamás! 

Pero que equivocado estaba Miguel. Al verano solitario, pegado a las faldas de su madre y comiendo bombones y caramelos traídos del hipermercado del norte de la ciudad, sucedió el otoño. Y Miguel, pese a las súplicas desgarradas y al llanto angustiado, tuvo que regresar al internado en el que debería convertirse en un hombre, aprender a compartir y hacer amigos. 

Mas lo único que seguía haciéndose Miguel, era pis por las noches en la cama. Seguía siendo solitario e introvertido. Seguía recibiendo palizas, aunque, al no ser ya el novato más novato, éstas eran mucho más espaciadas. Aun así, no podía resistir tanta angustia, tanta soledad, tanto desprecio. ¿Cómo podría acercarse a los demás? ¿Cuál era la mejor manera de ser aceptado? ¿Cómo hacer que no le pegaran ni una sola vez? ¿Cómo sentirse protegido? 

Las respuestas a sus preguntas vinieron de la mano de un padre, una mañana de finales de septiembre. Por el portalón de entrada al colegio entraba un niño chiquito, asustado y un poco pálido. Su carita pecosa parecía triste, con sendas lunas negras mirando inquietas al infinito.

Miguel salió disparado en busca del gallito de pelea y su séquito de gallinas. “Un novaaaaato, ¡Un novato! ¿Os lo traigo? ¿Me hago amigo de él y os lo traigo? ¿Queréis que os lo traiga?” repetía insistentemente. (“¿Me aceptaréis así como uno más de la banda? ¿Dejaré así de recibir palizas?”). 

Ese mismo día, Miguel, sonriendo, se acercó a Luis. Este, agradecido por tener un amigo desde el primer día, le invitó a compartir el chocolate y las galletas que su madre le había metido en la mochila con los libros. En clase se sentaron juntos. Luis era divertido y amable, y sus ojos y carita se iluminaban cuando Miguel se le acercaba. 

Un amigo... Un único amigo. “¿Iba a ser capaz de venderlo? Pero... ¿y si se marchaba? ¿Y si volvía a estar solo? Sería mejor ser ave de corral.” 

Miguel dudó y dudó. Pero, difícil de aguantar la imaginada nueva soledad, llevó a su amigo, a su único nuevo amigo, hacia el patio trasero del internado, abrió la portezuela del cuarto de herramientas del jardinero y, de un fuerte empujón, le hizo entrar. 

 Se oyó un golpe seco. Golpes en la cara, patadas en el cuerpo. “¡Marica!”- gritaba uno - “¡Idiota!” - gritaba otro. Sangre... golpes y más sangre... A Miguel le daba vueltas la cabeza. Sentía nauseas, se sentía mísero, cobarde y traidor. Sentía angustia por su nuevo amigo, sentía lástima de sí mismo, sentía miedo. Pero, en la semioscuridad de aquel cuarto de herramientas, golpeó a Luis con saña como si, de esta manera, descargara puñetazos sobre sus propios fantasmas, sobre sus miedos infinitos; como si así pudiera acabar con su cobardía, con su soledad. Y se sintió uno más del grupo de matones, del grupo de gallinas de corral. De ese grupo al que tanto había temido y odiado, y que, ahora, lo admitía bajo el ala protectora de la crueldad.

 IV 
Ya no estaba solo. Ya no tenía un único amigo. Ya no era el novato. Ya no sentía las miradas burlonas ni los insultos ni las patadas. Ahora, que había demostrado su dureza y valentía, tenía muchos amigos. Ahora era uno más de la bandada de aves carroñeras ávidas de sudor ajeno, de llanto y de miedo. Era uno más, uno más entre sus muchos amigos. 

 V 
Pasaron los días, las semanas, los meses y los años. Y entre zurras en el internado y peleas callejeras, Miguel fue convirtiéndose en el nuevo gallo de pelea del corral. Y abandonó el internado; y abandonó los estudios. Y abandonada la familia, asaltó cincuenta establecimientos, robó cinco automóviles y apuñaló a dos jóvenes de su edad en una reyerta callejera. 

Hoy Miguel está en la cárcel. A sus veinticinco años ya no es gordezuelo, ya no le llaman “Bonete”. Ya no es un niño tímido. Es un adulto de mirada penetrante y tristemente acerada. Y más solo y desamparado que nunca, trata de recordar dónde, cuándo y por qué inició la espiral que descendía hacia los infiernos. 

VI 

Después de narrarme el episodio de su vida, Miguel se quedó mirando fijamente algún punto invisible en el vacío. Entre los dos se estableció un denso y pesado silencio durante el que casi no me atreví a mirarlo. Me levanté de la silla y, tendiéndole la mano en señal de despedida, salí de la estancia sin mirar atrás.

 VII 
De regreso por el corredor que me alejaba del pabellón B del grisáceo edificio penitenciario, apenas oía las pisadas frías y pesadas que resonaban sobre el suelo embaldosado. En mi cabeza retumbaban ecos de diversas teorías filosóficas sobre la naturaleza del ser humano: “El ser humano es bueno por naturaleza, pero aprende a ser malo...”; “El ser humano es malo por naturaleza, pero la educación lo somete...”; “La crueldad sólo merece su nombre cuando la persona que la manifiesta es consciente del daño que está causando...”. Me vino a la mente una cita de Pérez Reverte “...hay que ver, y qué perra es la vida. Uno la vive, y camina mientras lo hace, y nunca sabe con exactitud cuántos cadáveres va dejando atrás en el camino. Gente a la que matas por descuido, por indiferencia, por estupidez. Por simple ignorancia.” Y seguí pensando en lo fácil que nos resulta a todos juzgar y dictar sentencia; en lo fácil que es decir: “¿Ese? ¡Drogadicto!; ¿Ese? ¡Ladrón!; ¿Aquel? ¡Borracho!; ¿Y aquella? Bueno...esa es una zorra...

El torbellino de ideas iba y venía desde todos los rincones de mi cabeza. ¿El ser humano nace o se hace? ¿Qué motivos hay para la crueldad? ¿Qué habría sido de Miguel si le hubieran enseñado a afrontar sus miedos, sus inseguridades, su angustia? ¿Si le hubieran enseñado a quererse y a valorarse? Probablemente no habría llevado a Luis al cuarto de herramientas del jardinero en el internado. Probablemente no habría asaltado cincuenta establecimientos ni robado cinco automóviles ni apuñalado a dos jóvenes de su edad en una reyerta callejera. Probablemente no estaría en prisión. Probablemente sería feliz o intentaría serlo... 

Franqueé el portalón de entrada de aquella prisión de provincias cualquiera, y una bocanada de aire fresco vino a rescatarme de mis pensamientos. Atravesando el aparcamiento, llegué al coche, entré en él y, arrancando el motor apresuradamente, abandoné aquel presidio con una firme intención: escribir este “cuento”.


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